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La historia de las naciones en el mundo contemporáneo comprende dinámicas de construcción nacional, a veces enfrentadas. Tal es el caso de Armenia y Turquía, donde los armenios alcanzaron una amplia presencia en el Imperio de los sultanes sin lograr nunca ser mayoría. Desde fines del XIX, la carga de violencia propia del dominio otomano se reforzó con un sentimiento supremacista, activado desde sectores militares y con apoyo popular de los creyentes frente a las minorías armenias y griegas. Al llegar la gran guerra, los Jóvenes Turcos convertirán el odio en un genocidio. Mustafá Kemal condenó muy pronto el «hecho vergonzoso», actitud seguida hasta hoy por grandes intelectuales turcos (Nazin Hikmet, Orhan Pamuk). El negacionismo permaneció como doctrina de Estado. La Armenia anatolia desapareció, sobreviviendo la caucásica, antes rusa. El sentimiento trágico de la vida armenia se prolongó al ser rechazada la incorporación democrática del enclave de Nagorno-Karabaj en 1991, a lo que siguieron las guerras de 1992 a 1994 y de 2020 que acabó en derrota. Entre tanto, la nación turca de vocación europea, obra de Atatürk, ha cedido paso al orto de un imperio inspirado en el otomano, bajo el mando de Tayyip Erdogan y sin reconciliación con Armenia. Un sueño que desde una dictadura islamista, es también amenaza para Europa.